En
este octubre neblinoso, gris, de la ciudad capital, asfixiada y
sojuzgada por el vértigo de la metrópoli que se moderniza; se arrebata y
cohíbe para que surja el fervor de estos días místicos, su tradición
más arraigada, la procesión del Señor de los milagros.
Esta
tradición empezó en una modesta cofradía de negros Angolas, un día uno
de ellos con su mano humilde, pinto sobre una pared de adobe una efigie
de Cristo crucificado, acompañado de su madre la Virgen Maria y la otra
Maria la Magdalena , cuentan que una vez se ordeno borrar la pintura,
pero que el brazo del que se disponía hacerlo se le paralizo de
inmediato, y que en el terremoto de 1,655 todo lo que estuvo alrededor
se vino al suelo pero la pintura quedo en pie, lo mismo sucedió en el
terremoto de 1,687, y así creció el culto y se dedico el cuidado al
monasterio de las Nazarenas.
Y
en estos días de indecisa y apocada primavera, se exalta el catolicismo
ante las andas del Señor crucificado, que la defiende de los temblores
en esta medrosa ciudad, que le tiene miedo al fin del mundo y al
infierno, esta imponente manifestación de fe, impresiona, enternece,
conmueve, donde el noble y el villano, el prohombre y el gusano, se
juntan sin importar la facha, esta también la noble y la villana, la
gran mujer y la gusana, en esta peregrinación a través de las calles de
la ciudad, entre nubes de incienso y sahumerio, quienes no se sienten
acompañados en la procesión, se sienten animados por el despliegue de
los vistosos trajes morados de los fieles, las ofrendas y los cirios y
el dulce regalo de un turrón de doña pepa.
Las
ingenuas palabras del catecismo vuelven a la mente y salen por los
labios, corren las lagrimas por los ojos, la gente canta alabanzas, y en
este desfile dulce y místico acompañado por la banda de músicos, los
milagros se cuentan de boca en boca, y aumentan las plegarias, la ciudad
pecadora se arrepiente de palabra, pensamiento y obra, y triunfa el
Cristo morado, que murió crucificado para redimirnos del pecado
original.
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