Cuando el turista se detiene en el atrio de la iglesia de san Francisco
en Lima, se siente invitado a traspasar el locutorio del convento y
dando las buenas tardes al padre prior, puede gozar de la calma
luminosamente feliz que se disfruta detrás de las cancelas, nadie que
venga a esta ciudad de los reyes, de la garua y los balcones calados
puede acercarse al atrio, sin sentirse tentado a entrar porque cometería
un pecado mortal contra el buen gusto.
Cuentan que en la proximidad del convento franciscano se hallaba la casa
que fue del terrible don Nicolás de Piérola, el caudillo popular que
tanto quehacer dio a sus enemigos, quien según dicen las viejitas de
antaño “si se escapaba fácilmente de las manos de sus perseguidores era
porque de la casa se iba al convento por pasadizos que solo él conocía”.
Hay en el patio de la iglesia algunos árboles quietos en los que cae el
polvo del crepúsculo que los llena de dormida humildad, que dan ganas de
traer un plumero de esos con que la criada sacude los muebles, para
poder quitar el polvo de los árboles de este convento y dejar únicamente
el crepúsculo, en torno de las galerías hay azulejos, los ojos se
enardecen viendo aquel juego de colores misteriosos en que parece
reflejarse la espléndida melancolía de los ceramistas anónimos, estos
azulejos lindos con la intensidad de una copla que parecen decir “vean
como hace pucheros el barro de por acá” nos sentimos impregnados de
todas las fragancias de la añoranza y las pupilas con el cristal
tranquilo para ver el techo y la pared, allí en donde la madera y el
barro han puesto a cantar su divinidad inerte, su dolor que nada
consuela “lo frágil defendiéndose de la pátina y la telaraña”
enriqueciéndose en matices que solo el tiempo tenaz orfebre, sabe
decorar las cosas que fueron tiernas, pero que tienen un corazón que no
gime.
Por eso puede fácilmente explicarse el poema que alguien se permitió dejar:
La tarde muere en el espejo
Y se adormece en la madera
Y en la pared está el consejo
Que todavía desespera
Y en todo está la primavera
Que me enseña en el azulejo
Una fábula en que quisiera
El perro alcanzar al conejo
En tus muros la enredadera
De la añoranza te la dejo
Y en tu candil pongo esta luz
Que si pasa de mano en mano
La enciende Francisco Solano
Y la apaga Felipe de Jesús.
En una de las escenas de un cuadro vi a san Felipe, al resplandor de las
estrellas que llamaba a maitines, a los lados ya no estaba por allí la
higuera del ingenuo episodio ni la negra criada que canturreaba su
canción mientras batía el chocolate soconusco, pero el azulejo
proclamaba su martirologio en el lejano país de Cipango, dándole gloria
perdurable a su tierra de primicia y de olor, cuentan que cuando
reverdece la higuera no tarda en asomarse el santo, avanzando se me
volvió a presentar en la penumbra, se hallaba rodeado de compañeros de
la cruenta amargura, este lienzo pudo haber venido hasta nuestro puerto
del Callao en un galeón de Filipinas, dirigido por un capitán fantástico
que ignoraba como murió Francisco Javier, el candil pasaba de mano en
mano estaba vez para no apagarse nunca.
Ya la noche purificaba su azul intimo cuando abandonamos el convento,
salió el padre prior a despedirnos y dejaba escapar el órgano en el aire
de la nave uno de esos llantos que inundan el alma, poco a poco me
parecía que la noche limeña avanzaba pidiendo albricias desde la copa de
los jacarandas, como la negra fiel del episodio hagiográfico nos iba
siguiendo por el camino de naufragas melodías en que resbalaba su tenue
esencia de azahares.
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