El día luce esplendido en esta ciudad
de los reyes, las blancas nubes han recogido sus copos sobre los contrafuertes
orientales, juguetea la briza y hace remolinos batiendo sones y perfumes, la
armonía de la música se diluye como se diluyen los olores que despiden las
flores, que están regadas en las calles o prendidas en las guirnaldas de las
celosías y balcones.
El tronar de bombardas y de repiques
anuncia la iniciación de la procesión, algunos fieles emiten cantos graves
y otros acompasados rezos como las letanías
se oyen precisos, las ordenes monásticas desfilan en larga procesión mostrando la
variedad de sus institutos: Dominicos y Franciscanos, Agustinos y Mercedarios,
Betlemitas o Barbones y Jerónimos, Crucíferos y Hospitalarios, Trinitarios y Filipenses,
cerrando el concurso pasa la grave e ilustrada, opulenta y poderosa compañía de
Jesús.
Se acerca el episcopado brillantísimo,
los ancianos obispos cubren sus hábitos con las blancas albas de un encaje
primoroso, que fueron confeccionadas por las delicadas manos de las monjas
limeñas, cae sobre sus espaldas la capa pluvial bordada de oro y pedrería,
ciñendo sus sienes se levanta orgullosa la aurea mitra, cubierta de símbolos
cristianos, la música sagrada se esparce por doquier y llega por todos lados el
olor del sahumerio y el perfume de jazmines, aromas que forman la mixtura, se
arremolina la multitud ebria de gozo y de devoción que grita ¡gloria y prez a
la pura y limpia concepción de la madre de Dios!, cuando las andas de la santa
virgen aparece enmarcada en la gran puerta central del templo.
Una nube de incienso cubre como una
neblina el frontispicio del santuario, en cuyo atrio las esclavas negras
sostienen caprichosas figuras de sahumerio de bruñida plata, donde las manos
enjoyadas de las marquesas limeñas, arrojan el incienso con elegante
displicencia, los cabildantes de la santa iglesia cubiertos de blancas
dalmáticas, entonan letanías y al avanzar el cortejo fuera del santuario, abren
por encima de la divina imagen las hojas de lirios de briscado que mantenían
cerrado con un lazo de hojas, caen sobre la coronada cabeza de la madre de Dios
flores y papelillos de color, que contienen decimas que poetas cursis han
compuesto, quedan también libres las aprisionadas palomas blancas que
revolotean en contorno, batiendo sus alas como si fueran los aplausos que dieran
nacaradas manos de querubines:
Parece que decían ufanamente
Bienvenido seas, acompáñame
Con el regocijo de los ojos
Que va reconociendo en la morada
Una a una, las prendas más queridas
De nuestra propia estancia
Luego se va encendiendo y rutila
En mi interior como una beatitud
Todo el lar solariego
De esta mi tierra Peruana.
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